Tribuna de Opinón de Miguel Saro, portavoz de IU Cantabria y concejal de Izquierda Unida de Santander.

La mayoría de las reacciones al atentado salafista de Barcelona han ido decantándose, en una especie de reacción química elemental, entre los que por un lado piden homogeneidad en Europa, especialmente en su versión xenófoba (sí, de nuevo), y por otro lado, aquellos que piden que seamos respetuosos con la religión islámica, identificando por un credo a todos los inmigrantes con origen en países confesionales de religión islámica, quienes en muchos casos tendrían notables problemas para apostatar de dicha fe y no digamos ya ejercer el ateísmo. Victoria aquí para imanes y ulemas.

Entre los primeros parece encontrarse Enrique Álvarez, funcionario público del Ayuntamiento de Santander, quien en una tribuna de opinión en El Diario Montañés defendía hace unos días que el Islam es una religión maligna, al igual que el marxismo es una ideología de odio, y que Europa debería recuperar la fe en Cristo, dentro de los límites de la democracia (como si esto fuera posible, añado yo, desandando los últimos tres siglos de secularización del estado).

Su postura no es distinta de la acción proselitista de las religiones monoteístas, empeñadas en aplicar el término infiel o takfir a todo aquel que no vive la religiosidad como ellos deciden. Y no es una postura distinta a la defendida por el Partido Popular en Santander, que reprochó a Izquierda Unida cuando en marzo de 2016 presentamos una moción en la que se pedía incluir a la ciudad en la Red de Municipios Laicos, que el Ayuntamiento separase Estado y religión supondría que no se podría destinar dinero a la Cocina Económica o a la Obra San Martín. Ese era el nivel del debate.

Los monoteísmos son una construcción cultural humana, y como tal están condicionados por las condiciones materiales y el pensamiento dominante del lugar donde surgen. No hay extensión aquí para explicar las interesantes relaciones entre estos, sus diferencias y su evolución, pero sí existen unas similitudes entre todos: son y han sido toda su historia una perfecta y eficaz herramienta de dominio y control político y social, casi siempre al servicio de las clases dominantes, gracias a su tremenda fuerza coercitiva, que no necesita de justificaciones de ningún tipo para su aplicación más allá de la existencia de un cuerpo de revelaciones divinas que interpretan todos los campos del conocimiento y que son obligatorias. Este conjunto de creencias de una tremenda pulsión conservadora, han sido siempre enemigas de la libertad de pensamiento, y tan sólo debido al avance tecnológico de los últimos cinco siglos en Europa hemos podido librarnos parcialmente del cristianismo y de todo su potencial castrador.

El Islam, último en llegar y destilación del conjunto de creencias monoteístas anteriores, tuvo un enorme vigor que le impulsó rápidamente por enormes territorios, favorecido por una visión ultraconservadora fijada en el inamovible conjunto Corán y Sunna, con su epítome de conducta personal en todos los ámbitos de la vida, la sharia, dotado de fuerza jurídica. Pese al enorme tránsito geográfico e histórico del Islam por todo Eurasia y África y el enorme conjunto de civilizaciones preexistentes en el que se ha impuesto, las tendencias revisionistas del mismo que separaran la religión de la vida pública han tenido poco éxito.

Desde antes de la desintegración del Imperio Otomano, los países occidentales, dirigidos por sus capitalistas, han estado interesados exclusivamente en instalarse en los países del mundo árabe musulmán para la obtención de sus materias primas y riqueza, y no en favorecer el desarrollo de unas sociedades libres: la “modernización” que impusimos desde Europa no fue una experiencia secular de autonomía e independencia, sino de desposesión y dependencia.

En muchas sociedades, la reacción a la pérdida del poder político que se ha ejercido tradicionalmente en el mundo árabe (sultanato) y la explotación directa por potencias coloniales provocó un repliegue sobre el rigorismo y la visión conservadora religiosa, en ocasiones apoyada por las potencias occidentales si esto limitaba el poder político de las opciones de corte socialista o simplemente nacionalista. Solo debemos recordar al presidente Ronald Reagan recibiendo a los talibanes en la Casa Blanca en 1985 y diciendo que eran “los equivalentes morales a los padres fundadores” (de EE.UU.).

El laicismo ha sido visto en el mundo musulmán con frecuencia como la punta de lanza de la desposesión y explotación occidental, donde la riqueza llegaba solo a las clases dominantes, quienes habían pactado favorecedoras condiciones con las empresas capitalistas extranjeras. Por eso, grandes masas de la población se han refugiado en los ulemas e imanes y las recetas de justicia social que esconde la religión. Tras la descolonización, nos encontramos con el reverso de esas políticas en nuestros propios países.

La cruenta lucha por separar la que parecía indisoluble unión de la Corona y la religión no ha acabado en nuestros países. Durante milenios la religión ha sido el puño ideológico que ha aplastado a nuestras sociedades, y en este camino existen algunos hitos entre los que destaca la libertad ideológica y la libertad de expresión, íntimamente unidas, culmen de un proceso de liberación de las cadenas de la Escolástica y de la subordinación de la razón a la fe, un camino que las revoluciones burguesas consideraron terminado con la obtención de libertades individuales, clausurando el camino hacia la obtención de derechos sociales.

Separar la vida pública de la religión es una condición indispensable para una vida pública democrática, lo que exige entre otras cosas, que los creyentes de cada credo se pague su magia, y se garantice el derecho a la libre opinión. De lo contrario estaremos regresando a tiempos anteriores a la Ilustración.